jueves, 7 de marzo de 2019

Más recuerdos de Colombia

Por alguna razón, lamentablemente no pude volver a hacer publicaciones en este blog después de la de la llegada a Colombia. Algo pasó, que blogger simplemente no me dejaba publicar y es así que la última entrada había quedado guardada como borrador y no fue escrita ahora sino hace como siete años. Recién hoy, 7 de marzo del 2019 y desde la casa que hemos construido en todo este tiempo de silencio bloguero, ahora que ya no vivo aventuras viajeras hace mucho, vuelvo para completar esta especie de diario de viaje con la ayuda de mi memoria y fotografías. El viaje por Colombia fue entre septiembre y noviembre del 2012.
Recuerdo que la zona del eje cafetero nos tenía encantados. Todos sus paisajes eran simplemente idílicos, el clima perfecto, abundancia de plantas comestibles sembradas en todas las laderas, café delicioso y sobre todo la calidez de la gente, amable, sonriente y educada en extremo. Se sentía bonito ser atendidos en cualquier lugar con tanto cariño, definitivamente no era algo a lo que estuviésemos acostumbrados. En Salento estuvimos como dos semanas, muy a gusto con nuestros amigos de la Aldea de los Artesanos. Además de Richard también nos acogió Claudia que era muy simpática y todo un personaje. También conocimos a una familia muy linda que vivía en una casita de madera muy en lo alto y que nos invitó a pasar una tarde por allá. No podíamos vender artesanía porque la municipalidad no le daba el permiso a los viajeros pero las personas eran muy curiosas y por eso nos iba bien con nuestras postales "a colaboración". Pero algo que no nos gustó y llamó mucho la atención era la exagerada vigilancia policial a la que nos veíamos sometidos. Una vez llegaron a levantarnos, ya no recuerdo si era de noche o temprano por la mañana, para pedirnos los documentos y las razones de nuestra estadía. Claudia salió a tranquilizarlos y a decirles que éramos sus invitados y que no había problema y sólo así nos dejaron tranquilos. En otros momentos nos dábamos cuenta de que nos seguían cuando íbamos de paseo o nos movíamos en la kombi de un punto a otro, era una sensación extraña y la verdad no nos gustaba nada. Que te traten de sospechoso sin haber hecho nada no es muy agradable, así que decidimos mover.
Una vez que dejamos Salento pasamos por Pereira en donde nos tomamos el mejor café de nuestras vidas y después nos quedamos botados en una gasolinera de Manizales por un desperfecto de la Kombi, que para ese entonces Gus ya estaba lo suficientemente canchero con la mecánica como para arreglarlo con la ayuda de Lucas. Esto de igual forma nos tomó unos cuantos días. Era una situación que ahora nos da un poco de gracia, esperando a Lucas a que volviera de bailar tango en el centro de la ciudad para poder volver a armar el motor y seguir viaje. Mientras tanto yo me ocupaba de encontrar una imprenta para imprimir más postales y recuerdo que me daba la sensación de estar imprimiendo dinero pues sabía que esos papeles con fotos de nuestros viajes se convertirían muy pronto en papelitos con valor monetario. Manizales nos pareció muy bonita también, otra ciudad con mucho verde alrededor.
Después de Manizales recuerdo que vinieron varios días de viaje continuo. Tanto así que después de una semana yo ya no podía recordar dónde habíamos dormido ni los nombres de los lugares por donde habíamos pasado. Nos dispusimos a cruzar la cordillera de los Andes con rumbo a Bogotá. Pasamos por algunos pueblos como Mariquita y La Honda, siempre acompañados por los exuberantes paisajes de las montañas colombianas.
Tomamos la decisión de no entrar en Bogotá. Nos intimidaba al ser una ciudad enorme, no conocíamos a nadie y no sabíamos a dónde ir así que nos fuimos a un lugar que queda a las afueras llamado Chía. Una vez en Chía nos dimos cuenta que era la zona donde los ricos de Bogotá vivían encerrados en barrios privados y decidimos probar suerte en alguna de sus gasolineras. Para ese entonces Lucas y Lucre decidieron apurar su paso hacía Venezuela que por ese entonces aún conservaba su fama de lugar para hacer mucha plata con artesanía. Llevábamos un mes en el país y nosotros seguíamos con ganas de recorrerlo así que nos despedimos de nuestros compañeros de rutas prometiéndonos volver a encontrarnos en tierras bolivarianas. En la gasolinera de Chía nos fue increíblemente bien y nos fuimos con el tanque lleno y plata en la billetera suficiente para irnos unos días a pasear a la bellísima Villa de Leiva.
De Villa de Leiva nos fuimos una semana después un día de lluvia a Barichara, otro pueblito colonial muy lindo de los tantos que hay en Colombia.
Luego de unos días en Barichara le apuntábamos a San Gil porque cerca de esa ciudad vive el hermano de un amigo que nos podía recibir en Curití. Pero en una gasolinera del camino un señor muy amable que nos colaboró comprándonos postales y que se sintió identificado con nuestro viaje nos invitó a pasar unos días en la finca de sus padres en las afueras de San Gil. Él venía de allí pero vivía en Bogotá y no estaría, pero delante nuestro llamó a sus papás que inmediatamente aceptaron recibirnos. Cuando llegamos unos señores muy amables, cuyos nombres ahora lamentablemente ya no recuerdo, nos dieron la bienvenida como si fuéramos viejos amigos y nos prestaron una linda cabaña con todas las comodidades para pasar unos días muy agradables. Allí celebramos el primer año de vida de Antú con la familia y estábamos tan cómodos que pasamos de largo la oportunidad de dormir en una casita en el árbol de cuento, cosa de la que nos hemos arrepentido desde entonces.
En Curití no estaba el hermano de nuestro amigo pero sí la compañera, una chica de Suecia muy agradable que nos prestó una casita de adobe con una vista espectacular. Pasamos allí al rededor de una semana relajados, haciendo artesanía y disfrutando mucho.
Qué afortunados fuimos de que tantas personas desconocidas y con el corazón generoso nos abrieran sus puertas, nos prestaran casitas y nos dejaran ser parte de sus vidas por algunos días. No cambiaría este viaje por nada, aún cuando no fue fácil y puede parecer una locura hacerlo con niños y poca plata porque de esta manera humilde estábamos más cerca de la gente y se nos daban estas oportunidades únicas de guardar recuerdos imborrables. Las personas no te ven como un extraterrestre que viene en su nave de lujo a gastar y consumir, no te ven con cara de billetera y como una oportunidad para ganarse una moneda contigo. Más bien siento que nos veían como personajes de historieta viajando en una kombi pintarrajeada con dos niños pequeños, unos personajes que se atrevieron a realizar el sueño que muchos no pudieron o no se atrevieron a realizar y por eso hacían todo lo posible por ayudarnos a seguir. Ser un poco vulnerables y no tenerlo todo resuelto nos abrió la puerta para conocer a todas estas personas de corazón generoso que de otra manera no hubiéramos conocido. Si algo nos ha nutrido de experiencia en todos esos años de viaje juntos es la posibilidad de conocer y compartir con tantas personas diferentes, tan distintas a nosotros y a lo que estábamos acostumbrados en nuestras ciudades de origen. Esos tiempos en Colombia los recuerdo como de los más felices del viaje. Los que hacen que todo lo demás valga la pena, momentos sin preocupaciones, sin problemas mecánicos, rodeados de gente buena, recorriendo pueblos hermosos sin que nos falte nada. Tiempos así de idílicos no duran para siempre y al dejar las montañas en Colombia muchas cosas cambiaron. Después de San Gil pasamos brevemente por Bucaramanga y después de que el camino nos lleve por un impresionante cañon, tomamos la ruta que nos llevaría hasta Santa Marta en el Caribe. El camino nos tomó tres días y como la gasolina en Colombia es cara también se comió buena parte de lo ahorrado con las postales. Nuestra esperanza era llegar al Caribe y al ser más turístico, recuperar lo gastado y juntar para seguir recorriendo. Pero en la costa la experiencia que tuvimos fue muy distinta. La gente no nos daba bola y cuando nos acercábamos nos subían el vidrio del auto. Hacía un calor infernal, había bastante mugre en el piso y en la playa. Inclusive en Taganga, que se veía tan lindo de lejos nos dio mucha pena encontrar todo sucio y nos fuimos rápido de allí. Como no pudimos juntar dinero suficiente no pudimos ir al parque Tayrona, uno de nuestros grandes pendientes todavía. Nos resultó difícil encontrar un acceso al mar con la Kombi ya que todo estaba privatizado y cerrado con cercas. Finalmente la dejamos estacionada en la ruta y pedimos permiso a los cuidadores de una tierra grande a orillas del mar para pasar y por fin darnos un baño en el mar Caribe.
Colombia es un país hermoso pero muy herido. Ha vivido una guerra sangrienta desde hace más de cincuenta años y se siente. Los retenes militares a lo largo de las carreteras, a pesar de que venían acompañadas por pintas de que la paz ya había llegado, nos impresionaban. A veces nos frenaban a pedirnos documentos y los soldados nos parecían unos niños. La guerra se siente en todas las historias que las personas te cuentan de sus vidas en esas montañas maravillosas. Historias de la guerrilla, historias de paracos, historias de narcos. La gente es tan expresiva que algunas hasta parecía que encontraran el gusto en contarte los detalles más sangrientos y los relatos más impactantes. Pero lo más lindo es que toda esa gente, con todas esas historias duras alrededor, eran los seres más alegres, sonrientes, educados, solidarios, abiertos, amistosos y muchos adjetivos positivos más no exagero. Cómo un pueblo habiendo vivido una historia tan dura puede conservar la alegría de esa manera me parece admirable. Además las personas son muy hospitalarias y se esfuerzan por demostrar que toda la mala fama que tiene Colombia en el mundo por las historias de narcos, paracos y guerrilleros es inmerecida. Al menos en el 2012 cuando nosotros la viajamos, no encontramos muchos turistas extranjeros sino más que nada colombianos que nos contaban que hace no tanto no existía prácticamente el turismo. Colombia es un país muy injusto. El estado colombiano me recordaba al peruano, en donde el gobierno casi no te da prestaciones ni servicios públicos, y te cobran por todo. Un país en donde las carreteras no son ni siquiera muy buenas pero te cobran la vida en peajes. Las personas tienen que pagar antes de poder atenderse en un hospital aún teniendo una emergencia. Era muy triste ver ancianos en la ruta pidiendo dinero, esos lugares estaban completamente en el desamparo. A la vez es un pueblo que con toda su alegría tampoco protesta, nunca se harta y siempre vota a la derecha. Aterrorizada por los medios de comunicación, siempre vota en contra de su propio bienestar, así como votaría el resto de países latinoamericanos unos años después. Pasamos una noche en un pequeño pueblo de en la Guajira de y con las mismas nos fuimos a cruzar la frontera a Venezuela, una tierra que prometía por su fama entre los artesanos de ser buena para vender y lo barato de su combustible, por su forma de gobierno que tanta mala fama había ganado pero que nos llamaba profundamente la atención. Nos despedimos de Colombia, aunque de alguna manera ya la habíamos dejado atrás hace más tiempo al llegar a la costa. La Colombia de las montañas es con la que por ahora nos quedamos, hasta que llegue la hora de volver y de sacarnos el clavo con el parque Tayrona y la sierra Nevada de Santa Marta.